¿Conocéis la historia de cómo el Faraón Psamético I descubrió el primer lenguaje que habló la humanidad?
Seguro que no. Pero bueno, no tiene nada de extraño. Yo tampoco lo sabría si no hubiera leído de pequeño una colección de comics llamados «Epopeya», donde se narraban grandes gestas de la humanidad como la construcción del Canal de Suez, las andanzas de Carlomagno o la caída de Constantinopla. Y no se vendían en tiendas especializadas ni en kioscos, qué va. Los pillábamos en esos mercadillos de libros que se ponen en verano al lado de la playa.
Pero me voy por las ramas. En uno de los números se adaptaban las Historias de Heródoto, el DosFlores griego que se pateó el Mediterráneo y parte de Asia, y al que ya los guías y cicerones de cada país contaban historias inverosímiles. Vamos, como ahora. El caso es que cuando visitó Egipto su guía le contó la historia del faraón Psamético y de cómo se las ingenió para averigurar cuál fue el primer idioma que habló la humanidad. En muchos otros sitios os cuentan mejor la historia, pero en cortito viene a decir que el faraón dejó a dos bebés a cargo de un cabrero con orden de que jamás escucharan una voz humana, y que tomara nota de la primera palabra que espontáneamente dijeran.
La lógica detrás de este razonamiento es que el lenguaje forma parte de esos reflejos y comportamientos innatos que están en el «disco de arranque» del ser humano, como respirar, chupar, sonreír a nuestros padres o llorar cuando hay frío, hambre, cacas, miedo o algo que te incomoda.
Ahora sabemos que el lenguaje se aprende y que seguramente el bebé dijo «bekos» por haber escuchado a las cabras, pero… ¿pasa lo mismo con el miedo? ¿Se aprende a tener miedo o lo tenemos grabado en nuestros genes desde que nacemos?
Esta pregunta me vino a la cabeza hace un par de días, cuando fui testigo del primer terror de mi Princesa. Fue tan súbito que sólo pude quedármela mirando, sobrecogido por la manera en que se le desencajó la cara, a la vez que sus ojos se le salían de las órbitas y prorrumpía en un llanto con gritos entrecortados llenos de miedo, mientras trataba de alejarse como podía de la fuente de tal espanto.
¿Cuál era ese terror innombrable? ¿Qué horror preternatural, qué caos reptante había disparado las alarmas neurológicas de mi Princesa, las mismas que la humanidad lleva inscritas en sus genes desde la época de las cavernas?
Éste:
Tal vez parezca incluso inofensivo, pero afortunadamente dispongo de un documento gráfico en movimiento donde podéis observar el pavor en toda su abominable y monstruosa magnificencia (hacen falta altavoces o cascos)
Coñas aparte, ¿por qué se asustó tanto mi Princesa de esa marioneta? Es todavía más misterioso por el hecho de que en ese momento estábamos jugando con otros dos muñecos que también hacen ruido, una rana y una oveja… y no sé a vosotros, pero a mí me parece mucho más siniestra la oveja:
Decidido a que superara ese temor, ayer, dos días después del incidente, le volví a enseñar la marioneta y no reaccionó de la misma manera, aunque la miraba con un poco de respeto, eso sí. Puedo dar por superado entonces un posible trauma infantil.
Pero sin embargo sigo dándole vueltas a todo esto. ¿Por qué la vaca? En el dormitorio tiene un peluche de Cthulhu, que a priori debería ser más aterrador. ¿Acaso, en el albor de los tiempos, la humanidad tuvo algún contacto con lo desconocido que, para más inri, tenía forma de vaca? ¿Tendrá que ver la onomatopeya «Mu» con la civilización del mismo nombre que se hundió en el Pacífico? ¿Provocaría esa hecatombe un miedo cerval a esa sílaba, un terror que ha pasado de generación en generación?
En cualquier caso, si me atengo a lo que he visto con mis propios ojos, el Miedo Original no es tentaculado… Lovecraft se equivocó.
Deja una respuesta